La Latteria

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“Era 1965 cuando entré a La Latteria… Yo no era del oficio… Arturo me enseñó, pero quizá yo ya tenía una predisposición para este trabajo.”

María y Arturo Maggi se conocieron cuando María tenía 17 años.

«Trabajaba para Coin, los grandes almacenes. Yo soy originaria de Sicilia. Vine con mis padres, pero para mí trabajar era la libertad. Para mí trabajar era algo increíble. Había una chica en mi departamento que salía con el pizzaiolo de Arturo».

Arturo trabajaba en un restaurante de lujo cerca de la Estación Central de Milán.

«Esta chica me dice, ven a tomar algo con nosotros y me lo presentaron. Nos conocimos y a partir de ahí todo empezó. Salimos muy poco tiempo, porque este trabajo te quita todo el tiempo», pero pronto se casaron y, poco después, Arturo sintió que debía dejar el restaurante. Paseaba por la Via San Marco, en el norte del suburbio milanés de Brera, y entonces «vio un local pequeño y dijo, esto nos servirá a mí y a mi mujer».

Abrieron La Latteria y, 57 años después, siguen allí.

Yo crecí en Milán, a sólo dos manzanas de La Latteria, pero no fue hasta los veinte años cuando descubrí de verdad este encantador localito. Aún recuerdo el asombro de mi amigo cuando se dio cuenta de que aún no había probado sus famosos spaghetti al limone: me insistió en que fuéramos juntos al día siguiente. Desde entonces, junto con influencers, turistas japoneses y viejas familias milanesas, yo también me he convertido en cliente habitual.

Hace poco, una noche gris de diciembre, unos amigos me invitaron a cenar a La Latteria. María se acercó a nuestra mesa con su cálida sonrisa y nos felicitó por nuestra habilidad con la scarpetta. Entonces, el novato de la mesa preguntó: «¿Por qué está cerrado este restaurante los sábados?» Atienden sus tierras los fines de semana, respondieron al unísono los clientes habituales. Fue entonces cuando me di cuenta de que podría haber una historia medioambiental detrás de este pequeño local de barrio. Cuando María volvió a nuestra mesa le pregunté si podía entrevistarla, asintió y me dijo que volviera al día siguiente.

«Esto es un hogar. Tengo la costumbre de acoger a la gente como si fuera de mi familia. Mi instinto, mi carácter, es tratar a la gente como si fueran mis hijos. No me doy cuenta pero soy así con todo el mundo, siempre intento dar lo mejor de mí, para complacerles. Siempre trabajo con alegría. El dinero llega, pero no lo hacemos por eso. Es otro tipo de satisfacción cuando trabajas con pasión. Es trabajar constantemente con tu verdad interior, que puede tardar más en pagarte, pero que a la larga siempre lo hace».

Compartió estas sabias palabras mientras revolvía una sopa de calabaza en la pequeña cocina tradicional. » ¿Te gustaría probarla?», preguntó casualmente. «Por supuesto». Estaba deliciosa. «Refuerza el sistema inmunológico», respondió. Nos sentamos a tomar un café y le pregunté a qué se debía el éxito de La Latteria.

«Siempre hemos insistido en que en una ciudad como Milán, donde uno se ve obligado a salir a comer fuera, hay que ofrecer comidas que se puedan digerir, hay que servir calidad. Los dos venimos del campo, conocemos lo que son los buenos productos. De hecho, lo primero que hicimos fue comprar un terreno, no una casa en Milán. Porque [Arturo] dice que pasó hambre durante la guerra, él es de 1938, donde nació, encima de los mármoles [cerca de Carrara] hay pequeñas parcelas de tierra donde apenas podían cultivar un pequeño huerto. Así que para él, la comida siempre ha sido sagrada».

María lleva levantada desde las 5:45. Es la primera persona que abre las puertas de la cocina. «En La Latteria, muchos productos proceden de nuestra tierra, y es un trabajo duro, nos ocupa casi todo el fin de semana… pero es la pasión de Arturo, que dice: ‘Hay gente que va al gimnasio, a mí me gusta trabajar la tierra fuera, al aire libre'».

«Al principio, cuando compramos el terreno, criábamos a los animales y hacíamos que los sacrificaran nosotros mismos, porque él quería que la calidad fuera siempre la misma. Incluso teníamos un local en Milán que pagábamos anualmente… pero entonces el gobierno lo prohibió. Introdujeron una nueva ley que establecía que la carne tenía que envasarse al vacío… y tuvimos que dejar de hacerlo… incluso intentamos hacer nosotros mismos salamesalame de ganso. ¡Una vez incluso nos confiscaron una bresaola! Ahora todo tiene que estar etiquetado, lo que ayuda a las grandes industrias que pueden permitírselo. El gobierno se interpone en el camino de dejar que los pequeños productores como nosotros hagamos productos sanos».

Le pregunté qué más ha cambiado en 57 años de trabajo en este sector.

«La diferencia más notable es que ya no existen los sabores del pasado. Reconozco que en los dos últimos años la calidad ha mejorado, pero tuvimos años, sobre todo a finales de los 90 con el crecimiento de los transgénicos, que sufrimos mucho. Hay que buscar la calidad y saber reconocerla, pero cada vez es más difícil. Las verduras ya no saben como antes».

Como es invierno, Arturo y María no pueden abastecer su menú con las verduras de su huerto, así que quedé con Arturo a las 8:30, esa misma mañana, para acompañarle a hacer la compra en el mercado de agricultores que se celebra quincenalmente en Brera. Es el mismo mercado que hemos visitado mi padre y yo desde que tengo uso de razón, frecuentando nuestros puestos favoritos. Me entusiasmó verlo a través de los ojos de Arturo, un auténtico local que lleva más de 40 años visitando los mismos puestos. Le pregunto a Arturo si los vendedores han cambiado en estos 40 años. » Casi nada, quizá un par han vendido en estos años, pero normalmente lo mantienen los hijos». Un asunto familiar, como todo en este país.

Nuestra primera parada es el puesto de quesos y conservas. La conversación de Arturo y el vendedor es amena, de respeto mutuo pero profundo, de complicidad. «Me pasaré antes de comer para tomar una copa de vino y saludar a tu hermosa mujer», dice el vendedor. «Por supuesto. Mientras tanto, deme un kilo de cipollotti«, responde Arturo. Luego se dirige a mí: «¿Sabes que los cipollotti son curativos? Pero hay que mantenerlos un poco en la boca, los jugos curativos están en el líquido del cipollotto«.

Cuando entrevisto a María, me habla del famoso interés de Arturo por la alquimia y de cómo fue una pasión que le llegó. «Un día estábamos en la playa y él había encontrado un librito que despertó su curiosidad. Primero experimentó con el sartén, luego leyó todos los libros a su alcance… incluso encontró libros en alemán y los hizo traducir en la universidad. Por supuesto, aplica sus conocimientos en los platos y en el huerto, la fermentación es importante en todas partes».

En el mercado, el vendedor me recuerda que «hay mucha gripe por ahí», así que yo también pido una bolsa de cipollotti. Voy a pagar. «¡Claro que no, estás aquí con Arturo!», exclama el vendedor.

Caminamos hasta el puesto de verduras y frutas. Mi favorita. Hay unos seis diferentes, así que me alegro de descubrir la elección de Arturo. Caminamos hasta el puesto de verduras y frutas. Mi favorita. Hay unos seis diferentes, así que me alegra descubrir la elección de Arturo. Su relación con el dueño del puesto es aún más graciosa que la que comparte con el vendedor de quesos.

«Arturo, por favor, esta vez cómprales a tus clientes alcachofas de verdad». Se burla de él. «¡Eres un ladrón con estos precios!» le responde Arturo, que luego me mira y susurra: «¡Este tío está loco, pero siempre tiene los mejores productos!»

Por supuesto, el frutero también quiere asegurarse de que no coja la gripe loca que anda por ahí. «Toma un poco de vitamina C, la necesitas para protegerte», me dice mientras me entrega una enorme y jugosa naranja. Deliciosa. Es agradable ser atendido por parientes desconocidos, es la belleza de la hospitalidad italiana.

La siguiente parada es la pescadería. Ya tienen lo que busca Arturo, unos 30 seppiette pequeños. Arturo parece contento, mientras tacha el último artículo de su lista escrita a mano. Me pregunto de quién es la letra, ¿de él o de María?

Arturo es un hombre amable y tranquilo. Se nota que es una persona confiable y querida por su comunidad. De vuelta en La Latteria, mientras tomábamos un café, le pregunté a María por su relación laboral y matrimonial. » Él prácticamente me crió, nos llevamos ocho años. Siempre me ha respetado y siempre hemos estado en sintonía. Nunca ha soltado una mala palabra. Tiene un carácter muy controlado. Él es tranquilo, yo soy más ansiosa, esto hizo que encontráramos un equilibrio. Estoy encantada de haberme casado con él, no lo cambiaría». El equilibrio, es la clave de todo. Creo que es este equilibrio intangible el que crea el magnetismo de La Latteria.

La historia de Arturo y María ha supuesto dedicación, amor, pasión, confianza, alegría, comunidad y respeto por la tierra, valores que hemos perdido con el desarrollo del estilo de vida contemporáneo de Occidente. A pesar de que el mundo que rodea a La Latteria ha cambiado en sus 57 años de servicio, Arturo y María se han mantenido fieles a sus creencias, viendo como el mundo se modernizaba, al tiempo que cuidaban de su comunidad, proporcionando un hogar constante lejos de casa. «El éxito», explica María, «no es monetario, sino que radica en las pequeñas satisfacciones de la vida. Por ejemplo, cuando recibes una felicitación navideña de una familia a la que has servido durante tres generaciones, o cuando el chef de Obama menciona tus spaghetti al limone en una revista».

En definitiva, Arturo y María lo hacen todo con atención, cuidado y tiempo: desde las plantitas plantadas en su tierra, hasta la relación de más de 40 años con los vendedores del mercado, pasando por su cocina y su servicio. A cambio, han sido recompensados con el amor y los elogios de su leal comunidad.

Entonces, ¿por qué es ésta una historia medioambiental? Para mí, La Latteria encarna realmente el término «slow food». Más tecnología, más cosas y vidas más ocupadas no curarán nuestra relación con la naturaleza. Los ideales y el estilo de vida de Arturo y María reflejan los cambios que necesitamos para resolver la crisis medioambiental actual, y me recuerdan a la sencilla sabiduría que tiene el respetar la naturaleza y sus ciclos y ritmos inherentes, al tiempo que seguimos nuestras pasiones y las compartimos con cariño. Es una sabiduría profundamente arraigada en la cultura gastronómica italiana: el amor y la alegría pueden transmitirse a través del sabor.

Isabella Cavalletti es tejedora de historias y cofundadora de eco-nnect.

Este artículo fue traducido por Sarah Camhi. Hace parte del equipo de eco-nnect desde el 2020.

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